{Texto} La tierra de los pueblos, el origen de los bienes comunales en España
La tierra de los pueblos
El origen de los bienes comunales en España arranca de la época celtibérica, cuando pueblos organizados en tribus y clases, por su estado social embrionario, cultivaban las tierras en común, especialmente los «vaceos», de Ja región de Palencia. Según dice Diodoro Sículo, «cada año se repartía el territorio por suerte, y, poniendo Jos frutos en común, se distribuía a cada uno la porción que le correspondía». Estos usos o formas de propiedad debían extenderse al resto de las tribus existentes en la Península, ya que los vestigios de comunidades agrarias que vemos en la actualidad en otras zonas, son equivalentes o superiores a los del territorio a que nos referimos.
Las costumbres comunales de los pueblos celtibéricos son respetadas, si no del todo, por lo menos en parte, por el pueblo romano, pese a su extremado individualismo y a su derecho positivista, como se comprueba en una lámina de bronce encontrada en Plasencia el año 1747 la cual dice, al marcar los límites de unas tierras cedidas por el emperador Trajano para la manutención de doscientos cuarenta y seis niños y treinta y cinco niñas, «que lindan en su mayor parte con tierras del común».
Las mismas costumbres fueron respetadas por los godos, aunque se repartieron gran cantidad de tierras entre éstos y los romanos (una parte para los romanos y dos para los godos); pero como quiera que la excesiva extensión de los terrenos no podía ser atendida por los nuevos invasores, la mayoría quedaron «vacantes» , y de ahí el origen de los baldíos, los cuales vinieron a engrosar los bienes comunales que ya tenían los pueblos. Con Ja invasión musulmana desaparecen en algunas zonas, especialmente en el Sur; pero a medida que avanza la Reconquista y se iban repoblando los territorios, surgen nuevamente, y, si se quiere, con más bríos, como consecuencia de los privilegios, fueros y cartas pueblas que los reyes conceden a los nuevos lugares. En el privilegio que concedió Alfonso el Sabio al Concejo de Niebla, se señala como una merced del rey la cesión de una dehesa y el monte denominado el «Abrocha(» para que la utilicen Jos vecinos en común. Y aún las mismas órdenes militares, como la de Calatrava de la Mancha, cedían a los nuevos pobladores de sus territorios algu-nos aprovechamientos comunales, o bien a los concejos mediante un canon un tanto módico.
Lo mismo hicieron afirma Domingo Iglesias-todos los reyes, desde Alfonso V hasta Enrique IV, aunque no fuese sino por las necesidades de poner freno a la soberbia de los nobles, cuyas intrigas y apetitos representaban un peligro para la estabilidad de los monarcas y, por consiguiente, una constante pugna entre las dos potencias, que degeneraba en luchas campales. Así vemos que Alfonso V, en el año 1020, concedió un fuero a León, en el que, además de establecer la corporación del Concejo, dio a sus vecinos abundantes tierras para aprovechamiento comunal; Alfonso VI hizo lo mismo en Logroño, facultando a sus habitantes para que se apropiasen de las tierras baldías y las trabajasen sin impuesto alguno.
El fuero de Cáceres menciona los pastos, dehesas y ejidos que se ceden al Concejo, e igualmente el concedido por Sancho IV a los vecinos del Casar de Cáceres. Los fueros de Aragón, Salamanca, Cuenca, Sepúlveda, Tortosa, etc., son otros tantos documentos que reflejan la importancia que adquirieron los bienes comunales. Toda esta legislación dispersa en un derecho consuetudinario sin conexión, se recoge en el Código de las Partidas, dándole forma y carácter general de ley. La tercera de dicho Código, título XXVIII, parte tercera, se refiere a las cosas de aprovechamiento común, como es el aire, la lluvia, puertos, caminos, ríos, etc. La novena dice que los ejidos, montes, dehesas, prados, son propiamente del común de cada ciudad o villa, de que cada uno puede usar, y «todos los otros lugares semejantes a éstos, que son establecidos y otorgados para pro comunal de cada ciudad o villa», añadiendo que «son comunes a todos, también a los pobres como a los ricos». La ley 10, título XXVlII, habla de los bienes propios, estableciendo la consiguiente diferenciación entre éstos y los comunales. La misma doctrina se sustenta en las leyes anteriores, llamadas Fuero Juzgo y Fuero Real, y en las posteriores de la Nueva y Novísima Recopilación.
Además de los bienes comunales procedentes del uso consuetudinario de la tierra y por las mercedes necesarias para la reproblación de los conquistados, los municipios iban engrosando su patrimonio rústico, bien compradas a la Corona, corporaciones y particulares, o por donaciones voluntarias y por adjudicaciones de deudas, censos, etc. Las nuevas poblaciones necesitaban abrir caminos, edificar hornos, acequias de riego, etc. y atender a todas las demás necesidades del Concejo; para ello dejaban ciertas tierras indivisas (los «comunales») y otras que se destinaban para subvenir a las cargas del municipio (los «propios»). Al principio los propios y los comunales eran casi una misma cosa, diferenciándose en que los comunales se destinaban al beneficio de todo el vecindario mientras que los propios se bailaban reservados sus ingresos para el sostenimiento del Concejo. En realidad, todos eran comunales, porque aunque los vecinos no pudiesen sembrar ni tener ganados gratuitamente en los terrenos de propios, tampoco tenían que subvenir a las cargas concejiles con ningún tributo, de suerte que en el fondo siempre salían beneficiados los pueblos.
Puede decirse que hasta la venida de Isabel 1 los municipios conservaban los elementos más vitales de la economía nacional agrícola, al extremo de que sin su aportación económica no hubiese sido posible el cerco de Granada ni la toma de la misma. Un ejemplo bien patente de este esfuerzo se halla en que a la venida de los Reyes Católicos, el erario público tenía unos ingresos equivalentes a treinta millones de reales y aunque más tarde se consiguió reforzarlos, no serían tantos cuando se tuvo que recurrir a un empréstito de los judíos y al apoyo de los Concejos. Veamos un caso: el pueblo de Albadalejo (Ciudad Real) tenía en aquellas fechas doscientos vecinos; pues su Concejo puso a disposición de Isabel, para la toma de Granada, entre carros, víveres y dinero, la suma de mil quinientos ducados, todo procedente de sus bienes concejiles; como que el municipio era dueño en aquellas fechas de casi todo el término municipal, a diferencia de ahora, que no le queda un palmo de terreno.
El centralismo de los Reyes Católicos -observa Domingo Iglesias-, tal vez sin proponérselo, dio al traste con las antiguas municipalidades de Castilla y derrumbó todo el sistema económico de los municipios. Bien es verdad que la limitación de su vida económica no se produjo hasta después de la muerte de Isabel, pero ella tendió las bases, reprimiendo el espíritu ardoroso de los procuradores a Cortes, cuyo derrumbamiento definitivo se consumó con la derrota de los Comuneros en Villalar y el entronizamiento de los Austrias.
En el período Carlos V-Felipe II, apenas si se dictan leyes encaminadas a proteger los bienes comunales; por el contrario, Carlos V inicia una fase verdaderamente demoledora, la cual completa su hijo, con-sistente en la venta de villas, aldeas y ciu-dades con jurisdicción civil y criminal a fa-vor de los compradores, generalmente personajes de la nobleza o aventureros regresados de Indias, que, para dar lustre al oro que traen, compran títulos y señoríos, lo cual les sirve para apoderarse de los bienes comunales y de propios, como ya tendremos ocasión de ver.
El Estado, la Monarquía, necesitaba allegar fondos, fuese de donde fuese, para sostener aquel imperio colonial enorme y las guerras exteriores, mientras la agricultura moría bajo el peso de los impuestos, la usura y la falta de brazos. Igual suerte corrían los pueblos y su patrimonio comunal. Por eso las Cortes, por boca de sus procuradores, todavía tuvieron valor para enfrentarse con Felipe Ill , quien al solicitar un servicio de millones, le pusieron por condición para obtenerlo que no se enajenasen los baldíos, ejidos, prados ni dehesas del común. Este hecho se repite con Felipe III el año 1609, con Felipe IV en 1632 y con la reina gobernadora en 1669.
Sin embargo, la desorganización de los Concejos, que se hallaban regidos por los nobles y los hijosdalgo, estos últimos en calidad de regidores perpetuos, dio lugar a que el Concejo de la Mesta, asociación ganadera que hizo creer a los españoles que la agricultura no tenía valor económico, fuese extendiendo sus derechos, no sólo a beneficiarse de los rastrojos y viñas de los particulares, sino también a los terrenos del común por cuya causa desaparecieron grandes cantidades de éstos.
Pero, a pesar de las usurpaciones de los reyes, los nobles y los regidores y las ventas arbitrarias de los municipios, los bienes comunales seguían siendo el sostén de los pueblos y la base en que descansaba la mayor parte de la economía agraria. En la Nueva y Novísima Recopilación se habla de ellos con bastante frecuencia, pro-curando fomentarlos y solicitando devoluciones o rescate de los usurpadores.
Los bienes comunales no se limitaban a los prados, dehesas y ejidos sino también a molinos harineros, hornos de cocer pan y teja, lagares, aguas de riego, molinos de aceite, eras y otras cosas de primera necesidad.
Además, los usos comunales se extendían a las tierras particulares para el aprovechamiento de los pastos, con la denominación de «caballería de sierra», «hojas» o «redondas», los que, una vez alzados los trigos, cebadales, etc. todos los vecinos podían pastar gratuitamente con sus gana-dos. Así vemos que en la Nueva Recopilación, ley 13, título VII, libro VII, se prohíbe cerrar o adehesar terrenos «para que todos los vecinos lo puedan comer con sus ganados y bestias y bueyes de labor, no estando plantado o empanado».
Extracto del texto: El reparto de tierras en España ( José Gavira Geógrafo) plublicado en «LA PEQUEÑA HISTORIA DEL CATASTRO»
http://www.catastro.meh.es/documentos/publicaciones/ct/ct9/art8.pdf