[ Libro ] Catastrofismo, administración del desastre y sumisión sostenible

¿En qué mundo vivimos? Y, ¿hacia dónde va este mundo? Dicho de otra manera, ¿qué fuerzas dominan y caracterizan el presente? ¿Y en qué dirección nos empujan? Estas preguntas se encuentran en el centro de cualquier reflexión política digna de ese nombre. Uno no puede contentarse con plantear principios o ideales abstractos. Es preciso igualmente evaluar siempre la situación presente. Esto significa: desenredar la maraña de fuerzas (políticas, económicas, culturales, etc.) que pesan sobre el mundo en que vivimos, con el fin de determinar las que prevalecen en este momento y definen por lo tanto el presente y, al menos en parte, el futuro. Sin ello es muy posible que comprometamos nuestras fuerzas, por lo demás limitadas, contra potencias agonizantes. Y que dejemos escapar así el verdadero campo de batalla, el que se encuentra en el corazón del presente porque su desenlace decidirá la fisonomía del mundo de mañana. Nos arriesgamos incluso a colaborar, sin entenderlo e incluso a veces pretendiendo oponernos a ella, con la puesta en marcha de nuevas formas de dominación…

A estas preguntas han intentado dar una respuesta en 2008 los autores de Catastrofismo, partiendo del hecho de que la catástrofe ecológica se ha convertido ya en “nuestro futuro oficial”. Todo lo que, hace todavía algunos años, parecían exageraciones de extremistas pesimistas, es portada en los medios. “La” catástrofe (imagen que representa el desencadenamiento y el embrollo de los múltiples daños provocados por el “progreso”) ya no es negada por los políticos, ni reprimida por los medios. Todo lo contrario: está en el centro del discurso contemporáneo. Pero no funciona como un motivo de oposición. Se ha convertido en un modo de gobierno: un medio para legitimar científicamente, en nombre de las coacciones implacables que nos impone el desastre en curso, la puesta en marcha de nuevas formas de control.

Todos los discursos catastrofistas actuales, mediáticos o no, convergen efectivamente en el mismo mensaje: para hacer frente a los “desafíos” venideros, va a hacer falta someterse a nuevas normas ecológicas. Someterse a las prescripciones, restricciones y prohibiciones decididas por los expertos. Reforzar y reinventar la “gobernanza mundial”. Y entregarse en cuerpo y alma a la tecnociencia, por lo menos si queremos tener alguna posibilidad de sobrevivir en estas condiciones extremas que ya caracterizan nuestra vida cotidiana.

En realidad, los catastrofistas son los voceros del reforzamiento del poder. Incluso cuando creen oponerse al sistema, están objetivamente de acuerdo con las tendencias del momento.

Noami Klein ya subrayó, en La doctrina del shock (2007), que el capitalismo se nutre de desastres, y que goza de buena salud. Pero mientras Klein asocia “el advenimiento del capitalismo del desastre” con acontecimientos relativamente recientes (el golpe de estado de Pinochet, el huracán Mitch, etc.), Riesel y Semprun estiman que no se trata de una nueva etapa del capitalismo: es su esencia misma. La revolución industrial ya puso a las poblaciones en «estado de choque». En realidad, el deterioro de las condiciones de vida constituye el pozo sin fondo de nuevas necesidades que el capitalismo necesita para garantizar su proceso de crecimiento infinito. Obliga a reconstruir “todo de nuevo”, a sustituir todos los bienes naturales por sucedáneos mercantiles – y luego a sustituir (Alta Calidad Ambiental obliga) los antiguos sucedáneos, a partir de ahora reconocidos como nocivos, por unos más modernos, supuestamente “más ecológicos”.

Sin embargo, los autores no centran su análisis en esta tendencia al «capitalismo verde»: se centran más bien en la «reorganización burocráticoecológica» en curso. La puesta en marcha de una «burocracia verde» representa más que un simple lavado de cara, se trata de una trasformación profunda: administraciones públicas y empresariales tienden a fusionarse; se interesan ahora en nuestros gestos más insignificantes y no retroceden ante ningún medio para remodelarlos; la distancia entre burócratas y administrados se borra en la figura del ecociudadano que coge diligentemente el relevo de las exhortaciones ecológicas del Estado. Mejor dicho, con esta reorganización se franquea un nuevo umbral dentro de una tendencia profunda de la historia moderna: no hace más que aumentar la dependencia del individuo con respecto a la megamáquina estatal e industrial, y su identificación con ella.

Se ha calificado a menudo a Riesel y Semprun de “catastrofistas”, ya que durante mucho tiempo han invertido su energía intelectual en el análisis de las nocividades provocadas por el desarrollo industrial. Pero aquí se lanzan a una crítica «mordaz» del conjunto de las representaciones catastrofistas, es decir, de las diversas maneras de poner la catástrofe en el centro del discurso político, ya sea con la esperanza de frenar la devastación para perpetuar nuestra organización social o, al contrario, de acelerarla porque ofrecería caos mediante- una oportunidad inesperada de poder derrumbar por fin el viejo mundo (se trata del insurreccionalismo catastrófilo, que apuesta por la salvación a través del hundimiento y el motín).

Esta crítica les ha llevado a corregir y precisar su posición. La situación presente invita a rectificar la idea, subyacente en cualquier crítica social de las nocividades, de que la toma de conciencia del desastre ecológico sería necesariamente un “factor de revuelta”. En realidad, el catastrofismo conduce más bien a echarse en los brazos del poder. Pero por otra parte, Riesel y Semprun precisan que la “catástrofe” que está hoy en todas las portadas no es la que ellos han venido denunciando desde los años 80. Porque lo peor en la situación contemporánea no es tanto el deterioro de las condiciones de vida, como, igual que ayer, el debilitamiento del gusto por la libertad, tan patente precisamente en los llamamientos al poder que hacen esos “lanzadores de alertas” que se reparten hoy el mercado del desastre mediático.

He aquí por qué sería absurdo interpretar la situación actual como una “toma de conciencia”. Más bien hay que ver en ella un “aumento de falsa conciencia”. Porque el catastrofismo, en lugar de mover a cuestionar la religión del Progreso, permite en realidad salvarla. En condiciones en que se reconoce que el futuro será peor que el presente, el catastrofismo mantiene a pesar de todo los dos dogmas centrales del progresismo: por una parte, la fe en la capacidad de dominio de la tecnociencia; por otra, la convicción de que para asegurar este dominio, cada uno tendrá que someterse a los imperativos que los expertos deducirán de las “coacciones objetivas”. En realidad, el catastrofismo es un progresismo en condiciones extremas. Pero sea cual sea el contenido real del mensaje catastrofista, ni siquiera se puede hablar de “toma de conciencia”, en el sentido de una “opinión pública” que se estaría formando de manera autónoma. Lo que hay es el resultado de una propaganda continua, de un verdadero lavado de cerebro.

Llegamos a la intención central de la obra: desmarcarse de los que, para hacer frente a la catástrofe, se dirigen y se fían de las instituciones presentes; es decir, desmarcarse de lo que los autores llaman la “zona gris” (en referencia a los prisioneros que colaboraron con los nazis para administrar los campos). Zona gris de los decrecentistas que llaman a veces explícitamente al racionamiento individual y al reforzamiento del Estado; dicho de otra forma, a la puesta en marcha de un “ecologismo de cuartel”. Zona gris del medio asociativo en el cual la nueva burocracia recluta abundantemente. Y de todos estos “buenos ciudadanos” que esperan participar, con sus “eco-gestos” cotidianos, en esta “noble empresa” que representa la administración de la basura planetaria bajo la tutela del Estado. Porque son precisamente ellos, incluso los que se sienten en contra, quienes llevan la burocracia verde a su plena expansión, así como el capitalismo de Alta Calidad Medioambiental certificada. En lugar de oponerse a lo peor, la pérdida de la autonomía, participan “serenamente” en la aplicación de las formas de dominación y, lo que es más importante todavía, de las formas de sumisión del futuro. Porque es en nombre de la catástrofe como de ahora en adelante va el Estado a arrancar de la gente adhesión y obediencia.

Es en este contexto, más que en el de las conmemoraciones al uso, en el que hay entender la digresión sobre Mayo del 68 al final del libro, que viene a mostrar, con la distancia histórica, cómo los movimientos de oposición han podido contribuir a la puesta en marcha de nuevas formas de dominación – lo que está pasando delante de nuestros ojos con la crítica ecológica. Por supuesto, Riesel y Semprun se guardan muy mucho de dejarse llevar por la interpretación, que es ya moneda corriente, que hace del Mayo francés una revolución únicamente “cultural”, y que habría permitido derribar los arcaísmos que entorpecían la modernización capitalista del país. Mayo fue un movimiento revolucionario que demostró un verdadero gusto por la libertad, a la vez política, social y cultural: el rechazo a todas las alienaciones, antiguas y modernas, y la voluntad de coger de nuevo las riendas de la vida, sin intermediarios institucionales.

Sólo después se formaría una miríada de grupúsculos izquierdistas, que claramente contribuyeron a la continuación de la modernización. Ya se sabía que numerosos maoístas, trotskistas, obreristas, y hasta algunos situacionistas, se pasaron con todos sus trastos al campo del poder. Ya desde los años 80, se les encuentran en todos los puestos de dirección de la “nueva sociedad”: en la prensa, la publicidad, el espectáculo, el management, los partidos del gobierno, etc. Pero lo que interesa a Riesel y Semprun no son estas conversiones individuales, sino la forma en que los izquierdistas en general favorecieron la modernización, y ello de dos maneras. Primero, «su sectarismo, su demencia ideológica y su militantismo sacrificial» hastiaron de la política a esta generación; con su fanatismo, transformaron el compromiso radical en algo repulsivo. Además, pusieron a punto técnicas de reclutamiento y una ideología espontaneísta que se revelaron sumamente útiles para este vivero de personal de encuadramiento que constituía el medio estudiante en el que reclutaban. En pocas palabras, contribuyeron activamente a desviar de la contestación y a formar el personal de gestión de hoy.

Hay muchas cosas de este ensayo con las que quedarse, y no solamente numerosas fórmulas punzantes marca de la casa. Pero precisamente, está muy impregnado de este tono altivo, más cercano a Debord que a Orwell, en el que se adivina la certidumbre de haber tocado La Verdad: no una verdad, susceptible de dialogar con otras, sino La Verdad, la que convierte cualquier otro tipo de discurso en algo inepto. Y detrás de este tono, se siente la postura paralizante del intelectual “solo frente a la Historia”, seguro de tener la razón en contra de todos y convencido de que esto es lo esencial.

A partir de ahí, se entienden mejor algunas tensiones del texto. Por una parte, los autores se sublevan contra la manera que tienen los expertos catastrofistas de obstinarse en bloquear la historia para trasformarla en una “gestión integrada de los recursos” de la que la libertad quedaría proscrita. Pero por otra parte, se empeñan, con una delectación casi tan morbosa como la de los catastrofistas a los que denuncian, en disipar cualquier esperanza de cambio. La verdadera catástrofe es humana, “antropológica”: el hombre moderno ha perdido el gusto por la libertad. Viviendo una vida artificial, sondada, solamente puede querer el perfeccionamiento de su cableado. En cualquier caso, nadie puede creer que podría “desenchufarse” sin “enredarse en los cables de su conéctica”diversas maneras de poner la critica al desarrollo industrial. En una tendencia pesada de la historia moderna.

En resumen, todo el libro invita a un fatalismo que vuelve bastante retórica la conclusión voluntarista, que recuerda que individuos o grupos restringidos pero decididos, pueden todavía hoy tener «consecuencias incalculables«. ¿De qué tipo? No se precisa. Sea como fuere, esta conclusión da fe de una perspectiva de “grandes acciones históricas” que vuelve necesariamente irrisoria la política que se practica en este mundo, en el día a día, entre la gente normal y para las cosas normales. ¿Acaso no habría también que guardarse hoy día de esta postura vanguardista, que acaba por aislar y por despolitizar?

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